Otros usos para acabar los abusos

No soy extraño en estas tierras de calores inmensos que también son humanos, ni me sientan las palabras bíblicas que describen la desventu...

No soy extraño en estas tierras de calores inmensos que también son humanos, ni me sientan las palabras bíblicas que describen la desventura de los profetas en el patio nativo. El regreso, aunque por corto tiempo, expone sin posibilidad de defensa a la realidad trepidante del trópico que más que el cuerpo escuece el alma. Comprobar que las memorias del subdesarrollo no son tales ni se acomodan exclusivamente en el título sugerente de un viejo filme reanima el complejo de Sísifo, alerta la sensación de que el comienzo de la ciudadanía plena, con su carga preciada de derechos pero también de deberes, es eterno.

El tráfico que se arremolina en las calles capitaleñas y que como un denso coágulo bloquea las arterias urbanas es un problema de circulación, pero más una demostración eficiente de que reprobamos una y otra vez la materia civismo. No somos los únicos, para consuelo de tontos. En Moscú se vive la pesadilla de ir a ningún lado en la aventura diaria de la locomoción. Allí también se sacan armas blancas y negras, suenan tiros y en los accidentes chocan vehículos, puños y hasta bates de béisbol pese a que el fútbol es el deporte rey. Y de los coches oficiales brota el ulular de sirenas que imprime en los tímpanos sonido a privilegios, a pretensiones montadas sobre el criterio errado de que el poder es eterno y su mejor uso comporta, en categoría de imprescindible, la agresión a la fuente primigenia: el llamado pueblo, compuesto por ciudadanos de a pie o sobre ruedas, sin licencia para atropellar.

Unos expertos contratados por la alcaldía moscovita concluyeron que el sesenta por ciento de las retenciones de tráfico se debe al comportamiento incívico de los ciudadanos, o sea, a la inobservancia del código de circulación. Llamémosle la mala educación, aunque Pedro Almodóvar haya cargado ya con la etiqueta para estamparla en una excelente factura fílmica, como todas las suyas. Predicción atrevida, quizás; muy conservadora, quizás: en esta capital primada de América, el porcentaje del caos urbano atribuible a inconductas supera al ruso tanto o más que el termómetro en tiempos invernales.

Si Colón descubrió el paraíso caribeño antes de que otros el hilo en bollito --y con ello solucionar más civilizadamente la dificultad del nudo gordiano--, tiene más relevancia que un agente de la rimbombante Autoridad Metropolitana de Transporte o Amet. Suerte de homo erectus de ordinario estratégicamente colocado donde el sol alumbra menos y se columbran mejor las curvas y sinuosidades, no de las calles capitaleñas, sino de las mulatas que equilibran voluptuosidad y calores de todo tipo en la arrabalizada, mental y físicamente, vieja capital del Nuevo Mundo.

Andaduras por tierras más calientes y más frías, cambios térmicos igualmente aplicables al clima que a los cerebros, no revelan la existencia en otras latitudes de un cuerpo especializado similar, con miles de integrantes que militan en el presupuesto nacional dedicados exclusivamente a la noble (núbil) tarea del respeto a una ley cuya contravención supone una leve multa o un billete de baja denominación convenientemente deslizado a mayor velocidad que la alcanzable en uno de esos embotellamientos dignos de la imaginación de Cortázar, y que paralizan el tránsito y la respiración.

Como la libertad de pensar es en estos vericuetos la menos utilizada, nunca su uso alcanzará niveles de abuso. Si las elucubraciones aplicadas al problema del tránsito mueven con mayor presteza y menor mengua de paciencia al parque vehicular y a cuidar con más esmero a los otros --al del Mirador del Sur, del Este y de todos los puntos cardinales--, no se anticipa dificultad alguna por sugerir propósitos más elevados para los amets. Puede que así utilicen menos los bajos de los elevados, una de las razones por las que no advierten que por encima de sus cabezas se cuelan muchas cosas, pero para el caso importan sólo las especies prohibidas y vulgarmente conocidas como motores y motoristas sin cascos, y camiones. Pena que no estén en extinción.

No hay por qué prescindir de siglas archiconocidas. Aunque no conservamos adecuadamente las áreas verdes citadinas cuyo color evoca la esperanza de que algún día saldremos a camino pese a los tantos atascos que su gran mayoría no son de tránsito, podría mantenerse, además, el tinte de los uniformes. Propongo, pues, que entreguemos la Amet al Ministerio del Medio Ambiente, reconvertida aquella en Autoridad Metropolitana de Entrenamiento. Proteger el ambiente social, el espacio para ejercer la ciudadanía a plenitud y contrarrestar la contaminación de los irrespetos e insolidaridad, tiene igual o más valor que el cumplimiento exigente del Protocolo de Kyoto, por ejemplo, y del programa completo de todos los partidos ecologistas europeos. Ya que ningún adjetivo procede o antecede al último sustantivo de la renovada institución, la multiplicidad de tareas posibles que se le puede encomendar constituye de por sí una tarea menos ardua y desquiciante que entorpecer aún más el tránsito en las intersecciones del infartado corazón urbano.

Serían agentes de la circulación, pero de las buenas costumbres. Un lavado de cerebro y de cara para convertirlos en promotores de la convivencia civilizada, del orden, de la vecindad generosa, del pequeño gesto que enaltece al género humano y, en fin, de todos esos comportamientos que nos acercarían a una sociedad más desarrollada. De paso, fino y rápido, terminaríamos con el mito de Sísifo si estos agentes arriman hombros para asegurar que la piedra no se devuelva una vez acarreada hasta la cima.

Ayudarían a que, otro ejemplo, los vecinos unidos se convirtieran en los defensores intransigentes de las aceras. A que, organizados y en inteligencia con la Alcaldía de Salcedo síndico, fuesen los guardianes que impidan el robo de las aceras con talleres improvisados, con montones de desperdicios de materiales de construcción. La libertad de circular y el cuidado de los baches no se circunscriben a las calles, sino también a esas veredas, cementadas idealmente e imaginadas para el ciudadano de a pie. Vaya contradicciones las que reducen la calidad de esta democracia imperfecta: libertad para viajar y hasta perder la vida en una yola de sueños, mas no para disponer de una vía expedita hasta el colmado de la esquina, sin la amenaza de atropello por una máquina o la lengua oprobiosa de un conductor desaprensivo.

Entrenamiento para la vida en comunidad, pacífica, porque será siempre verdad la sentencia genial de Juárez (Benito): El respeto al derecho ajeno es la paz. De ahí que proceda convencer a todo mortal capitaleño de que la basura circula mejor en bolsas plásticas o en recipientes tapados colocados estratégicamente a disposición de otra especie que sí aparenta en extinción, los camiones recolectores, a juzgar por algunos barrios malolientes. La sabiduría popular condensada en el vernáculo de no arrojar piedra al vecino cuando se tiene techo de vidrio, es aún más popular si también se extiende a los desperdicios.

Ayudar al desvalido, a la mujer embarazada, al niño o a cualquiera que vista pantalón o falda a cruzar la calle, monopolio pretendido de conductores indetenibles, es más democrático que apostarse exclusivamente frente a colegios de ricos o de pobres privilegiados, y privatizar así un servicio para el que supuestamente todo el que está bajo el régimen del cheque semanal, mensual o quincenal, cotiza.

Obligación de los nuevos amets sería dar sentido al destierro de la vieja práctica de utilizar las vías públicas para necesidades privadas. ¡No todo lo humano está para saltar a la vista! Como disponen de tiempo para oír y ver, no sobrarían las cátedras para enrolar a más y más ciudadanos en la militancia del silencio, sobre todo en esas cuadras urbanas donde todos se creen con derecho a imponer sus gustos musicales allende el reducto hogareño o el colmadón con pretensiones de discoteca al aire y en las aceras libres.

Ensuciar tiene múltiples y variadas expresiones en la geografía urbana. Si se actúa con voluntad didáctica, puede lograrse mucho. Hace tiempo que desaparecieron los embarres cromáticos con las siglas de los partidos y nombres de los candidatos en los muros y paredes. Una campaña contra las grafías indeseadas y torpes en las áreas privadas y públicas tiene las mismas posibilidades del éxito que las similares emprendidas en tiempos electorales. Con la ventaja de que, sin votación, el resultado satisface a todos plenamente.

Amado sería el amet si, a semejanza de los bobbies ingleses, se despojara del revólver artero y lo reemplazara con la palabra armada de las buenas reglas urbanas, de las acciones comunitarias para enfrentar problemas que también son comunitarios. Nos desplazaríamos todos con la soportable levedad del ser; y hasta los tapones se reducirían, esta vez en los oídos de las mulatas aquellas porque serían menos los requiebros subidísimos de tono, como estas temperaturas en el perennemente estival Santo Domingo del retorno corto y de los sueños largos.

Amado sería el amet si, a semejanza de los bobbies

ingleses, se despojara del revólver artero

y lo reemplazara con la palabra armada de las

buenas reglas urbanas, de las acciones comunitarias

para enfrentar problemas que también son

comunitarios.
 
 

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